martes, 31 de marzo de 2020

CUENTOS con ENSEÑANZAS - 2


JAPÓN y algunas de sus ENSEÑANZAS


Comencemos por los Haikus (俳句)  Poesía Tradicional Japonesa:
Todo en calma.
Penetra en las rocas
la voz de la cigarra.
                         Matsuo Bashō
 

En este mundo,
encima del infierno
viendo las flores.
                    Issa


La fuente de la juventud
Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era también viejísima. El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa se llamaba Fumi. Los dos vivían en la isla sagrada de Mija Jivora, donde nadie tiene derecho a morir. Cuando una persona enferma lo mandan a la isla vecina, y si por casualidad muere alguien sin síntomas, envían el cadáver a toda prisa a la otra ribera.
La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne templo, cuya puerta parece que se adentre en el mar. El mar es más azul y transparente de lo que se puede imaginar, mientras que el aire es nítido y diáfano.
Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, que los admiraba por dos virtudes: su resignación y persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la vida, y el amor mutuo que se habían profesado durante más de cincuenta años.
El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y éste sólo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas, y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de tormenta en el mar.
Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el lugar central de la casa, construyeron un altar en memoria de sus hijos y cada noche llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente una nueva preocupación había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo. Pero Yoshiba se había convertido en las manos de su esposa y Fumi en sus ojos y sus pies, y no sabían cómo podrían superar la muerte de alguno de ellos. ¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante!
Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar donde había trabajado durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro del bosque, y observar los árboles, tan conocidos, se dio cuenta de que había algo nuevo. Tanto años trabajando allí, y nunca se había fijado en que debajo del mayor árbol había un manantial de agua clara y cristalina, que al caer parecía cantar, y su crujido, como el de hojas de papel arrugadas, se mezclaba con el murmullo de la hojas al ser movidas por el susurro de la brisa al atardecer. Yoshiba sintió una terrible sed y se acercó a la fuente. Cogió un poco de agua y bebió. Al rozar sus labios, sintió la necesidad de beber más, pero al ir a cogerla observó su reflejo en el agua y vio que habían desaparecido las arrugas de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra cabellera, y su cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. Aquel agua tenía un poder misterioso que lo había hecho rejuvenecer.
Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa. Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera.
A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas, porque aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie. Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua, llegando así hasta su primera infancia. Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir de entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera de su vida.

 
Diálogo Zen 

Los maestros del Zen habitúan a sus jóvenes discípulos a expresarse. Dos templos zen tenían cada uno su pequeño protegido. Todas las mañanas, uno de los niños, que iba por verdura, solía encontrarse de camino con el otro.
-¿A dónde vas?- preguntó una vez el segundo.

-A donde vayan mis pies- respondió el primero.
Esta respuesta dejó perplejo al otro niño; que acudió a su maestro por ayuda.
-Mañana a la mañana- le dijo el maestro- hazle la misma pregunta. Te dará la
misma respuesta y tu le preguntarás: "Haz de cuenta que no tienes pies, ¿A dónde vas?" Eso lo dejará arreglado.
A la mañana siguiente los niños volvieron a encontrarse.
-¿Adónde vas?- preguntó el uno.
-Adonde sople el viento- respondió el otro.
El jovenzuelo quedó otra vez desconcertado, y acudió al maestro a dar cuenta de su derrota.
-Pregúntale adónde va si no hay viento- le sugirió.
Al otro día los niños se encontraron de nuevo.
-¿A dónde vas?- preguntó el uno.
-Al mercado, a comprar verdura- respondió el otro.


Historia de karma - Taïsen
Hace unos ochocientos años, el príncipe de la província de Kyusho, Kato Saemon Shingenji, tenía dos esposas. Las amaba a las dos, pero ellas no podían entenderse y discutían sin cesar. La vida del príncipe estaba envenenada por estas contínuas querellas, por sus cóleras, por sus espíritus
mezquinos y envidiosos, hasta el punto de pensar en el homicidio. Entonces un día, cansado de esta falsa situación, cansado de la superficialidad de su existencia y de los honores de su cargo, decidió cortar con sus ilusiones para encontrar las raíces de su ser; abandonó su rico palacio y todas sus posesiones, para llevar la vida simple del monje.
Su primera esposa siguió su ejemplo y se retiró a un monasterio. La segunda, en los meses que siguieron a su brusca partida, trajo al mundo un niño muy hermoso, su hijo. Pasaron los años. Desde su más tierna infancia, el hijo heredero no cesaba de preguntar a su madre:
- ¿Dónde está papá? ¿Por qué no tengo papá?
Y la madre le explicaba sin satisfacerle, que había desaparecido.
Pasaron diez años y su deseo de encontrar a su padre era tal que decidió ir en su búsqueda. Ante tanta insistencia, la madre, que al final había podido saber que el príncipe se había retirado a un monasterio de la montaña sagrada de Kosayan, decidió acompañarle a ese lugar.
Una vez allí, esperó en un albergue, ya que la entrada al monasterio estaba prohibida a las mujeres, mientras su hijo subía por el monte a la búsqueda de su padre.
Pasó un día, cayó la noche y el muchacho se durmió entre dos troncos.
A la mañana siguiente, una voz le despertó:
- ¿Qué haces aquí? -. Era un gran monje, de rasgos altivos y suaves, con el cráneo afeitado, el que hablaba.
- Busco a mi padre.
- ¿Ah! ¿Pero quién es tu padre?
- Es un príncipe de Kyushu. Vive en esta montaña. ¡Es mi padre quiero encontrarle!
El monje transtornado, comprendió que tenía enfrente a su hijo único. En sus rasgos reconoció los de su madre y los suyos. Su corazón latía hasta romperse. Quería apretar entre los brazos al pequeño que le miraba con su aire testarudo y triste.
Pero no, se contuvo, no se movió. En esta época, las reglas observadas por los monjes eran muy severas; cuando un laico decidía tomar el cuenco, el bastón, y vestir el kesa, debía cortar todo apego a su existencia anterior, bajo pena de romper los kais, los preceptos.
Entonces el monje dijo brutalmente al pequeño:
- Sí, tu padre vivía aquí, pero murió la semana pasada.
Los ojos del pequeño se llenaron de lágrimas, bajó la cabeza. El monje, desgarrado, no sabía qué hacer, preso entre el deseo de apretar al niño entre los brazos y la voluntad de no infringir las reglas de su orden.
Pero el pequeño levantó la cabeza y dijo:
- Quiero ir a rezar a su tumba. Por favor.
Cuando llegaron a un lugar del cementerio, el monje le señaló una tumba bajo una gran roca, una piedra simple grabada con el nombre de un monje.
- Esa es.
El muchacho se prosternó y oró largamente. El monje retuvo sus lágrimas y al cabo de un momento dijo:
- Vamos, ya es hora de que vuelvas con tu madre.
En el caminos de vuelta del cementerio, hizo que le contara la vida que llevaba su hijo, al que ya no podía reconocer como tal.
- Venga, vamos, tú nunca viste a tu padre. Ha muerto. Olvídate. Conviértete a partir de ahora en un hombre digno de tu herencia de príncipe.
El muchaho le siguió hasta el portal del tempo y volvió tristemente por el camino indicado. Cuando llegó al albergue, supo que su madre había muerto durante la noche de un brusco ataque de fiebre. Loco de dolor, volvió con su escolta a la ciudad, a ver a su querida tía. Pero ella también acababa de morir, alcanzada por la epidemia.
Entonces el muchacho vio como el universo se hundía a su alrededor. Más solitario que nunca, nada le atraía ya, los alimentos sabían a cenizas, los graciosos paisajes de su jardín no despertaban nada en él y las melodías más dulces le parecían sonidos fúnebres. Pero en su cabeza de niño quedaba una sola esperanza: el monje que encontró allá arriba, en la montaña, en el monasterio, donde fluye una vida tranquila, al ritmo de la meditación y de las ceremonias.
Huyó del palacio para volver allí.
Un día, el monje le vió aparecer en el patio del templo.
- ¿Qué haces aquí?
- Quiero ser monje. Toda mi familia ha muerto. La vida no tiene ya ningún sentido para mí. Quiero quedarme con usted. Entonces el monje se dió cuenta que no se puede evitar el destino, el karma. Se puede modificarlo, pero siempre os sigue, bajo una forma u otra.
Y de esta manera el hijo se volvió discípulo del padre. 



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