Hemos alterado el orden de entrega, y este Mes ofrecemos dos capítulos
del bellísimo relato de Maurer fundamentado en los Clásicos Taoístas. El Libro trata de la Historia de cómo Lao Tse fue escribiendo el Tao Te
King (Dao De Ching) el Camino
de la Virtud.
Para los amantes de la
Poesía y la
Filosofía. ¡A Saborearlo!
El ENCUENTRO de CONFUCIO y
LAO TSE
y la partida de LAO TSE al destierro y su
despedida con YIN HSI (su único discípulo)
Extracto del Libro:
“The Old Fellow” de Herrymon Maurer
Editado
en la Argentina
por la Editorial :
LOSADA - Juventud Argentina S.A.
en el año 1947
(Un Excelente Libro de 22 Capítulos, más
Postdata, Apéndice para los Sinólogos y Nota del Autor). Recomendadísimo por la Fundación Centro
del Tao. En un lenguaje de lujo. Escrito en una poesía elevadísima, basado
fielmente en los clásicos taoístas de la antigua China). Extracción efectuada
en el año 2005.
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Del Capítulo Nº 2:
LOS ARCHIVOS DE CHOU
El Viejo Compañero,
encaramado en lo alto de su arca, continuaba todavía escribiendo pero, de
pronto, la luz se hizo más débil y se dio cuenta de la presencia de una figura
tan alta que ocupaba toda la puerta e impedía el paso de la luz.
Levantó su vista y vio a un
hombre que mediría hasta nueve pies y medio, de frente despejada y majestuosa,
y de aspecto pensativo. Sus vestiduras eran resplandecientes. Su túnica era
amarilla y cubría una chaqueta de piel de zorro. Su sombrero era complicado y
estaba adornado con una insignia de jade y de bronce y, no estando de luto, de
su cinto pendían una gran variedad de colgantes.
Lao Tse inclinó su cabeza en
señal de bienvenida, pero no se bajó de su arca.
El hombre cruzó el umbral
con gran dignidad y desenvoltura.
– Señor -dijo aclarándose la
garganta y tosiendo cortésmente-, he venido a enterarme acerca de las
ceremonias. Creo que es éste el lugar indicado.
Ahora la voz del archivero
tenía el tono de un repique de campanas y la fuerza del viento huracanado. Era
una voz tranquila, pero tras de la calma se advertía la agitación.
– Aquí no hay ceremonias -dijo-.
Aquí no hay más que los huesos de hombres muertos hace tiempo, huesos que se
han puesto blancos y se han convertido en polvo.
– Perdóname -dijo el
hombre-. Yo buscaba los archivos.
– Estos son los archivos.
– Entonces tú, señor -dijo
el visitante con aplomo-, eres el archivero.
El viejo Compañero no
replicó nada.
El visitante, aunque era un
hombre de gran estatura, se inclinó profunda y ceremoniosamente, diciendo:
– Mi apellido es K’ung y se
me dio el nombre de Ch’iu. Mi primer antepasado fue K’ung Fang-Shu, que fue el
padre de Po-Hsia, quien fue padre de Shu-Liang Ho. Tengo el sobrenombre
literario de Chung-Ni, pero los hombres me llaman K’ung Fu-Tze, el Maestro
K’ung. Y en días venideros y en lugares remotos y extraños seré llamado Confucio.
Lao Tse inclinó la cabeza y
se sonrió, pero siguió callado.
– Te ruego, señor -dijo
Confucio-, ¿no podría saber tu nombre?
– No me gustan los nombres -dijo
el Viejo Compañero sin moverse de lo alto de su arca.
Confucio se rió alegremente.
– Pero señor, debo dirigirme
a ti. ¿Cómo te llama la gente?
Lao Tse ni siquiera se
movió, pero dijo:
– Yo tuve otrora un nombre,
que lo he olvidado. Se me han dado nombres, pero no los recuerdo. Y en el
futuro tendré varios nombres, pero prefiero no pensar en ello. Yo soy
simplemente Lao Tse, el Viejo Compañero.
– Eres un hombre que desea
la independencia -dijo Confucio.
– Yo no deseo nada -dijo Lao
Tse.
– Yo deseo lo que tú tienes -dijo
Confucio en cadencias cultivadas y condescendientes-. Estoy continuando mi estudio
sobre las ceremonias de Chou.
El Viejo Compañero dijo
llanamente:
– Yo soy el archivero. Abro
estas arcas para guardar la sabiduría, no para sacarla a relucir.
– ¿Adónde van a parar
entonces la sabiduría y la ceremonia, si están ocultas? -dijo K’ung Fu-Tze
cortésmente.
– Estoy harto de la sabiduría
-dijo Lao Tse sombríamente-. En cuanto a la ceremonia, no es más que la mera
cáscara de la fe y la lealtad.
Confucio se sobresaltó y se
echó hacia atrás. Su aspecto cambió y su voz se hizo recia.
– ¡La sabiduría del duque
Chou! -exclamó-. ¡El ritual del Rey Wen!
– La voz de Lao Tse era
suave; sin embargo, resultaba hiriente.
– Tú eres el Maestro -dijo-,
instrúyeme. ¿Qué es la ceremonia?
Confucio se inclinó
respetuosamente ante las arcas del archivo, aclaró su garganta y dijo:
– Hablaré del Emperador
Shun. “El Emperador Shun podría quizás ser considerado, en el más elevado
sentido de la palabra, como un hombre piadoso. En sus cualidades morales era un
santo. En dignidad de cargo, era el gobernante del imperio. En riqueza, todo lo
que el ancho mundo contenía le pertenecía. Después de su muerte se hacían
sacrificios a su espíritu en el templo ancestral, y sus hijos y nietos
mantuvieron los sacrificios durante largas generaciones “. -Y Confucio continuó
hablando sin detenerse siquiera para pensar.
Pero el Viejo Compañero
comenzó a dar cabezadas, hasta que su barbilla vino a apoyarse en el pecho.
– ¡Eh! -exclamó Confucio
confundido-, te has quedado dormido. No he hecho mas que comenzar. Ahora te
hablaré “del principio del orden de procedencia en las ceremonias del culto en
el templo de los antepasados”. -Y volvió a hablar un buen rato.
Pero Lao Tse había vuelto a
las cabezadas, y a Confucio no le quedó otro remedio que atravesar la
habitación y acercarse a él para sacudirle violentamente por el codo.
– Despiértate -le gritó
Confucio-. Esas son las normas.
– Esas serán las normas -repitió
sin preocuparse de ocultar un bostezo-, ¿pero qué significan tales normas?
– El reunirnos -dijo el
Maestro con creciente interés y seriedad-, “el reunirnos en los mismos lugares
que nuestros padres se reunieron antes de nosotros; el realizar las mismas
ceremonias que ellos realizaron antes que nosotros; el tocar la misma música
que ellos tocaron antes que nosotros; el respetar a aquellos a quienes ellos
honraron; el amar a quienes ellos quisieron..., en fin, el servir a los ahora
muertos como si aún vivieran, y a los que nos dejaron como si todavía
estuvieran entre nosotros: ésa es la realización más alta de una verdadera
piedad filial”.
Y Confucio continuó hablando
durante un largo rato en forma ininterrumpida; y cuando hubo terminado, Lao Tse
estaba despierto. Y no sólo estaba despierto, sino que su rostro estaba alegre
y se reía.
– Tomas esto con gran
seriedad -dijo con una risa ahogada.
Confucio contestó
solemnemente:
– Hay tres cosas que tomo
con gran seriedad: “el baño ceremonial antes del culto religioso, la guerra y
la enfermedad”. Te ruego, señor, que
abras los archivos.
Pero el Viejo Compañero le
dijo astutamente:
– No me debes privar de tu
conocimiento. ¿Cuál ha sido el fruto de tu saber? Y continuó sentado, sin hacer
el menor movimiento, sobre la tapa del arca. Pero su rostro estaba animado.
Confucio se estiró hasta el
máximo de su estatura.
– Yo soy un hombre humilde -dijo-.
Déjame que te hable sólo en forma de parábolas. He escrito un libro con el
nombre de Primavera y Otoño, y
en él zahiero el desorden y la
soberbia. Los Barones Wu y Ch’u habían
usurpado la posición y el título de reyes. En mi libro yo los presento ante la
posteridad como barones, de modo que el orden moral no quede violado.
Ahora Lao tse, que sí era
ingenioso no era menos sencillo, pensó que era difícil seguir a Confucio y
comenzó a sentirse molesto. Lo único que dijo fue:
– ¿Dejaron por eso de ser
reyes?
– Además -continuó Confucio
sin inmutarse-, soy muy exigente con los alimentos y el vestido. Yo visto una
camisa de dormir más larga que mi cuerpo; sé la forma de combinar los colores,
y no comería alimento alguno que no estuviera debidamente preparado.
Los labios del Viejo
Compañero se sonrieron.
– Lamento -dijo- no poderte
invitar a comer.
Luego, los modales de
Confucio cambiaron súbitamente y exclamó:
– No toleraré que no me
creas humilde. “En una aldehuela de diez personas habrá alguna más perfecta que
yo, pero nadie me aventajará en mi
perfección de saber”.
Una sonrisa socarrona
comenzó a brillar en los ojos del Viejo Compañero. De allí pasó a sus labios,
luego a su frente y, finalmente, las arrugas se fijaron en sus mejillas.
– En estos días de confusión
y desorden -continuó Confucio con
severidad-, en que el bien natural y el orden moral han sido olvidados, debemos
imitar las formas y costumbres del pasado, de modo que logremos el orden y la
paz en el presente. “Todo lo que uno necesita es, simplemente, que los
caballeros comprendan plenamente el ritual y la música y los apliquen al
gobierno”.
– ¿Hallamos el orden siguiendo
el camino de los muertos?
– Hallamos el orden
respetando y prestando obediencia a quienes están por encima de nosotros. Si un
hombre no respeta las demandas de su padre, ¿cómo respetaría las demandas de su
emperador? Que los hijos sigan a sus padres; que los hijos más jóvenes
sigan a los hijos mayores. Hagamos que
cada persona siga estas relaciones, y entonces el estado será un estado de
orden y la paz reinará bajo los cielos.
– Entonces, ¿deberán seguir
los hijos las maldades de sus padres? -preguntó Lao Tse plegando sus brazos y
volviendo a cruzar sus piernas-. Los hombres obedecen, porque se ven forzados a
ello; gobiernan porque aman la riqueza y desean el poder.
– Nada me extraña tu
ignorancia -exclamó Confucio indignado y con el ceño fruncido-, desde el
momento que no has estudiado ni tus propios archivos. Los reyes y duques cuyas
ceremonias se guardan como reliquias en estas arcas, gobernaron a fin de
establecer ejemplos para quienes les siguiéramos. -Y Confucio puso una mano
reverente en lo alto del arca que tenía más próxima.
Pero Lao Tse se limitó a
decir:
– Las cosas externas no
traen la paz; los rituales muertos no traen el orden.
Entonces Confucio cambió de
tono y exclamó solemnemente:
– Señor, si tuviera que
darte un nombre, te llamaría un cínico negativo. Repudias la civilización.
Lao Tse no pudo reprimir un
gesto. Sus ojos brillaban, pero sus labios se movieron lentamente.
– ¿Qué es la civilización? -preguntó-.
Yo puedo describirla, pero no puedo conocerla. ¿Qué es Tao? Yo no puedo
describirlo, pero puedo conocerlo.
– Y lo que es peor -le gritó
furioso el maestro K’ung-, eres un místico de poca monta.
Al oír esto, Lao Tse ya no
pudo contener más la risa. Echó la cabeza hacia atrás y su cuerpo se balanceó
en lo alto del arca, de modo que el mismo Confucio, perplejo, olvidó su enfado.
– ¿Por qué te ríes? -le
preguntó-. ¿No esperabas que yo te llamara místico de poca monta?
– He ido a menudo -explicó
Lao Tse- a predicar a los ministros del
duque, que aman la opresión y el desorden. Me han llamado cínico. He ido
también a predicar a los nobles, a quienes gustan la adivinación y las
ceremonias. Me han llamado místico. Esa es la razón de que me ría; porque nadie
me escucha a mí; te escuchan a ti.
Confucio se puso furioso y
golpeó con el puño en su mano.
– Frente a tus burlas e
insinuaciones despreciables -exclamó-, yo represento el tesoro de estos
archivos que guardas. Ábrelos y dejemos que ellos sean quienes te respondan.
Lao Tse se enderezó; dirigió
una rápida mirada a Confucio, estiró las piernas y acercándose al borde del
arca, se deslizó hasta el suelo. Su andar era ágil, y en dos pasos estuvo al
lado de Confucio. Escasamente le llegaba al hombro y hacía que el Maestro
pareciera más alto a su lado.
– ¿Deseas realmente que abra
los archivos de Chou? -preguntó.
– Lo pedí ya antes -dijo
Confucio mirando de alto a bajo al Viejo Compañero y enderezándose aún
más-. Lo he pedido tres veces. Ábrelos,
o sufre mi cambio de talante.
Dio dos pasos hacia atrás y
se cruzó de brazos.
– Pero estos son los
archivos de la realidad, no de la ilusión -dijo Lao Tse siguiéndolo-. ¿Deseas
verlos todavía?
– Yo busco la realidad.
Lo que hay en su interior
podría no ser tan fino y delicado como las tallas del exterior de las arcas.
Ten cuidado.
– Ten cuidado tú. Yo estoy
preparado.
– No verás las historias de
que has oído hablar. Lo que un hombre hace no es lo que sus hijos dicen de él.
Lao Tse extendió su mano
hacia las arcas. Sus dedos estaban estirados y no temblaban.
– Un hijo debe hablar bien
de su padre -dijo Confucio con intención-. Ábrelos, te digo.
Entonces Lao Tse dijo con
voz baja pero terrible:
– Los abriré. ¡He aquí los
archivos de Chou!
Y con un rápido movimiento
de su brazo abrió la primera de las arcas, sacando de ella un haz de tablillas
de madera atadas con una cuerda trenzada, hecha con fibras de bambú.
Confucio se inclinó ante las
tablillas pero Lao Tse, sin siquiera aclarar su garganta, comenzó a leer. Y el
significado de lo que leía en las tablillas de la primera arca tenía la
violencia del bronco retumbar del trueno. Incluso en la habitación parecían
oírse ruidos de batir de alas y del rugir del viento azotando con furia en lugares
remotos. El estilo del escrito tenía los contrastes del rayo: luz y tinieblas.
Confucio miraba
cautelosamente por encima del hombro del Viejo Compañero, y sentía que se le
helaba la sangre.
– Esto es alguna
falsificación -murmuró-, porque no es lo mismo que yo he estudiado.
Pero Lao Tse se limitó a
repetir con una risa aterradora :
– ¡He aquí los archivos de
Chou!
Levantó la tapa de la
segunda arca y las viejas bisagras rechinaron.
Lo que leyó hacía el efecto
de silbidos y gritos de dolor. Era como si un resplandor de un blanco pálido
brillara a través del cuarto, y como si el rey muerto de los archivos saliera a
la luz: un hombre envuelto en las ricas vestiduras del pasado y perseguido por
gritos, maldiciones y juramentos. Y cuando Lao Tse hubo terminado su lectura,
Confucio creía percibir en sus oídos un largo lamento de angustia.
– ¿Quién era este hombre? -preguntó
Confucio ansiosamente.
– En los archivos de Chou no
hay nombres -dijo Lao Tse-. Los archivos contienen lo que los reyes hicieron,
no lo que fueron llamados. -Y con una voz amarga que era como el restallar del
trueno, exclamó:
– ¡He aquí el pasado, que
debe ser ejemplo que se amolden el presente y el futuro!
Luego se movió de un arca a
otra, sacando de ellas los haces de tablillas de bambú y colocándolas a los
pies de Confucio. Y después las colocaba ante sus ojos, para que pudiera
leerlas por sí mismo.
Confucio leyó, pero lo que
leía le daba la impresión de que un terrible y confuso murmullo de gritos y
voces iba invadiendo la cámara. Su mente se ofuscaba, como si rayos
relampagueaban delante de sus ojos, como si bolas de fuego flotaran en el aire,
como si el humo ahogara sus pulmones. En sus oídos zumbaba el sonido de un
hondo retumbar y de estampidos.
Lao Tse estaba a su lado,
sosteniendo delante de él, con una mano los archivos de Chou y apuntando con la
otra.
– Un parricida -murmuró al oído de Confucio-;
un parricida cuya desmedida ambición le hizo acumular un crimen sobre otro. Oye
el clamor de sus víctimas. Yo no sé su nombre, pero la tradición habla bien de
él. Detrás de él, un hombre que tiñó los ríos de sangre y sembró los campos de
carne viva para hacer mayores sus riquezas. Al fondo del bambú, un ebrio, en
esta tablilla, un libertino, y en ésta un intrigante. Después de él, un hombre
que atacó a sus vecinos para tener más gentes bajo su mando. El siguiente, un
ser que atesoró el jade y sólo amaba la propiedad. Aquí otro hombre que creía
que gobernaba bien, pero cuyos impuestos cayeron sobre el pueblo tan
abrumadoramente como los azotes del hambre y la inundación. Aquél, un hombre
que hizo asesinar a su hijo para asegurar el reinado de otro. Un hombre que fue
estúpido. Un hombre que fue vanidoso. Un hombre que tenía sed de riquezas. ¡He
aquí los reyes de Chou, ante quienes haces sacrificios y cuyas ceremonias
reverencias!
Confucio siguió leyendo,
pero a medida que leía, oía el bramar de la tempestad con más fuerza que
cualquier otra cosa que hasta entonces había percibido su mente, y sus ojos
creían ver vívidos relámpagos que rodeaban de llamas las cabezas de los reyes
muertos.
– Esta es la naturaleza que
temen reyes y vasallos -leyó en voz alta el Viejo Compañero-. El trueno......
El semblante de Confucio
cambió.
– El rayo -continuaba Lao
Tse con insistencia-, la tormenta que puede inundar las ciudades y destruir las
cosechas. Los vientos, que pueden arrasar aún más que la ira de los
emperadores. Las aguas, cuyo poder excede al poder combinado de los reyes. El
suelo, que puede sobrepasar en riquezas a las de todos los hombres bajo los cielos.
Estos son los sueños turbados de los reyes de Chou, sus temores, la frustración
que se impone a su propia pequeñez. Porque los reyes de Chou quisieron seguir
su propia senda; lucharon contra la naturaleza, lucharon contra los hombres,
lucharon contra ellos mismos. Tú los has visto.
Pero Confucio seguía leyendo
más adelante y, a medida que leía, se imaginaba un hombre vestido como un
campesino y sentado plácidamente a la sombra de un árbol; pero los veía tan
vivamente que árbol y hombre podrían haber estado muy bien en la propia
habitación.
– Este no es un rey -exclamó Confucio-. Debe
estar aquí por error.
– No hay ningún error; es un rey, pero es
también un sabio.
– Es sólo un campesino. Está
comiendo sus alimentos, pero los come sin ninguna ceremonia.
– No trata de aventajar a
nadie -dijo Lao Tse- y por eso mismo nadie puede aventajarlo. Gobierna al
pueblo no gobernándolo. Educa al pueblo sin demandarle nada.
– ¿Es hombre instruido? -preguntó
Confucio a Lao Tse.
– Ha abandonado el estudio y
la sapiencia. Tiene la sabiduría de los niños y de los simples. Busca los
últimos lugares y, con ello, alcanza el más alto puesto.
– ¿Qué es lo que hace?
Insistió Confucio.
– No hace nada -replicó Lao
Tse-, no mete ningún ruido.
–¿No hace nada?
– Hace lo que se puede
hacer; de lo que no se puede hacer no se preocupa lo más mínimo.
Entonces Confucio cobró
nuevo ánimo. Se enderezó, sacudió sus hombros y alisó su ropa.
– Eso no me gusta -dijo-. Yo
me siento orgulloso de lo que de mí dijera en una ocasión el guardián de la Puerta de Piedra: “Es un
hombre que sabe que una cosa no puede hacerse y, sin embargo, desea hacerla”.
El ritual y la música pueden hacerlo todo.
– Sólo porque el sabio no
hace nada, puede hacerlo todo -replicó Lao Tse-. La naturaleza nunca se preocupa
excesivamente y, sin embargo, lo hace todo. Si un gobernante puede aferrarse a
Ella, todas las cosas crecerán por sí
mismas.
– Pero este hombre está muy
pobremente vestido.
– Nada le importan las
riquezas de los reyes de Chou.
– No es feliz; es solamente
estúpido.
– Es un hombre que vive.
– Francamente -dijo Confucio
aclarando su garganta-, debe ser un hombre del pueblo de los tiempos de uno de
los grandes reyes de Chou, porque se ha beneficiado del ritual y las ceremonias
de aquellos días, mientras que las gentes del pueblo de hoy en día son
solapadas.
Lao Tse se limitó a decir:
– Has visto los reyes de
Chou.
– No reconozco a uno de
ellos -insistió Confucio-.
He venido para verlos reyes
y me los has ocultado; me has enseñado falsedades y magia. En cuanto a los
vientos de la naturaleza, las inundaciones y el rayo, admito que el retumbar
del trueno es grande, ¿pero qué importa todo ello si el Estado está en orden?
– Si el país no imita a la
naturaleza -dijo Lao Tse-, no hay orden.
– Si el país no sigue la
piedad filial y los rituales y ceremonias de los antepasados -replicó
Confucio-, entonces es cuando verdaderamente no hay orden.
– Has visto los reyes de
Chou -contestó Lao Tse.
– No los he visto -exclamó
Confucio, adoptando un aire altivo-. Me voy.
– ¿Vas a seguir buscando los
reyes de Chou?
– ¿Cómo lo sabes?
– No has dicho otra cosa
desde que viniste -contestó el Viejo Compañero, mientras su rostro adquiría una
expresión suave y dulce-. Y encontrarás los reyes.
– ¿Pero dónde los encontraré?
-preguntó Confucio.
– Donde se encuentran todos
los rituales y las ceremonias.
– ¿Y eso es...?
– En los archivos de tus
propios deseos.
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Del Capítulo Nº 21:
LAS PALABRAS VERDADERAS
NO SON DULCES
Más allá de los patios del
superintendente estaban las afueras de la ciudad, y había dos campos entre las
últimas casas y el puente de la frontera. Lao Tse avanzaba tan rápidamente que
pareció que había pasado el último campo antes de que hubiera llegado al borde
del primero. Un instante después estaba en la propia estación fronteriza. Era
una casa pequeña, con vigas salientes y un tejado; se elevaba al borde de un
acantilado, desnudo y severo, que daba sobre un desfiladero. La profundidad de
éste era grande, pero estaba cruzado por travesaños de bambú y planchas de
madera, suspendidos de dos torres por medio de cuerdas trenzadas.
Entonces Yin Hsi rompió el
silencio y le dijo:
– Viejo Compañero, ésta es
mi propia casa, porque soy el guardián de esta frontera. Te suplico que no
partas antes de haberme honrado con tu presencia en ella.
Pero Lao Tse ni siquiera
vaciló, y cuando Yin Hsi terminó de hablar, ya se encontraba sobre el puente.
Yin Hsi corrió tras de él y le agarró del borde de su túnica.
– Diré mis últimas palabras
-dijo Lao Tse firmemente-. Luego ya no diré más, porque me habré ido.
Su rostro era tan duro como
los cantos rodados del fondo del desfiladero, y su voz era inexorable, como las
aguas que se arremolinaban en el lecho del torrente. En su semblante no había
nada del cielo ni de las nubes; porque tenía la austera grandeza de las cumbres
nevadas de la montaña; sin embargo, no tenía nada de la suavidad de las viñas
verdes y los árboles que coronan los acantilados.
Yin Hsi, agarrado todavía a
la túnica del Viejo Compañero, contempló su rostro y deseó que pudiera
sonreír. ¿Cómo iba a sonreír y, al mismo
tiempo, desterrarse? Y Yin Hsi le dijo con voz blanda:
– Viejo Compañero, las
ráfagas de viento ya pasaron. El día brilla esplendoroso y las hojas verdes se
llenan de sol, mientras en el cielo flotan pequeñas nubes.
Pero Lao Tse se limitó a
sacar su estilete y, agarrándose del barandado del puente, escribió en él:
Las
palabras verdaderas no son dulces,
Las
palabras dulces no son verdaderas.
Un
hombre bueno no es elocuente,
Un
hombre elocuente no es bueno.
El
sabio no es erudito,
El
erudito no es sabio.
Luego se enderezó y, sin
mirar siquiera a lo que había escrito, arrojó el estilete sobre el borde del
puente a los remolinos que se abrían a sus pies. Y el rostro y los dedos del
Viejo Compañero, sus hombros y su túnica, sus pies y sus arrugas, gritaron las
palabras que su mano había escrito. Porque había escrito palabras de verdad, y
su rostro y sus dedos no eran dulces. Había buscado el bien, pero sus hombros y
su túnica estaban llenos de ira, no de elocuencia. Había buscado la sabiduría,
pero sus pies y sus arrugas expresaban la cólera, no la erudición. El puente se
balanceaba y se estremecía, como si grandes tempestades azotaran el valle y
descendieran desde las montañas hacia los llanos y las ciudades y las cortes.
Yin Hsi sintió miedo, y gritó al Viejo Compañero con una gran voz:
– Viejo Compañero, Yin Hsi
inclusive disputará contigo. De mi ignorancia has hecho sabiduría, de mi saber
has hecho necedad, y me mantendré firme enfrente de ti.
Lao Tse no dijo nada, pero
sus ojos estaban fijos más allá de Yin Hsi y más allá de los patios y del campo
de maniobras de Chou. Su rostro no sonreía; sus ojos no brillaban. Sus labios
no se entreabrían ni para la más leve sonrisa.
– Si el mundo es como es -continuó
Yin Hsi con una voz que hubiera podido dominar a un ejército-, si el mundo
sigue sus propias sendas y no la del Tao, ¿dónde podrás huir de él y dejarlo ir
a su ruina?
El rostro de Lao Tse se hizo
aún más adusto.
Yin Hsi añadió:
– Los hombres son responsables
de los hombres. ¿Por qué has de eludir esa responsabilidad?
El ceño del Viejo Compañero
se contrajo hasta que las arrugas de su frente se hicieron retorcidas y
torturadas como la garganta que se abría bajo sus pies.
Yin Hsi exclamó una vez más:
– Estás abandonando un mundo
que te necesita.
Entonces Lao Tse abrió los
labios y, a medida que hablaba, sus acentos despertaban ecos en la peñas del
desfiladero. Si su voz tronaba, tronaba diez veces diez veces, hasta que lo que
dijo se convirtió en un coro de voces que llenaba la tierra y los cielos con
las palabras.
– Me alejo de Chou y de
Ch’u. Abandono Shu, Pa y Ch’in.
– ¿Cómo así -le gritó Yin
Hsi con toda la fuerza de sus pulmones-, si sabes que el mundo te necesita?
– Los sabios han oído, pero
los sabios no han escuchado. Me voy con los ignorantes.
Pero estás abandonando el
mundo.
– El mundo es la montaña -dijo
Lao Tse, y hasta las propias montañas parecieron temblar. Giró sobre sus
talones; volvió el rostro hacia los montes y la espalda hacia los llanos. Luego
levantó un pie para dar el primer paso.
– ¡Detente! -gritó Yin
Hsi en un tono que hizo vacilar al
propio Lao Tse- ¿Quieres decir que piensas decir lo que debe decirse en las
montañas, porque los de los llanos no lo escuchan? ¿Es que prefieres hablar a
los bárbaros?
Lao Tse comenzó a dar el
segundo paso.
Yin Hsi vaciló. Trató de
hacer su voz potente, pero sólo le salió débil. Trató de hacer su tono firme
pero sólo le salió trémulo. Trató de mantener su rostro severo, pero sus ojos
se abrieron y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
– No lo comprendo -balbuceó-
aún cuando lo hayas dicho. Te pregunto una vez más: ¿vas a desterrarte?
Lao Tse miró a los ojos de
Yin Hsi.
– Me he desterrado -dijo-.
Me he ido.
Entonces Yin Hsi lloró, y
apretando contra sí el haz de bambúes, dijo con una voz tan baja que se hundió
hasta el valle:
– Entonces yo me iré contigo;
caminaré detrás de ti.
Y dio un paso hacia el Viejo
compañero.
Lao Tse cesó entonces de
moverse y se volvió hacia Yin Hsi. Estaba parado en el centro del puente y,
súbitamente, sonrió. Era su antigua sonrisa, la sonrisa del niño, la sonrisa
del sabio. Era la sonrisa de los cielos al oscurecer, la sonrisa de la tierra
en la alborada. Era una sonrisa de dentro afuera, y sus arrugas se agitaron y
danzaron. Su túnica cayó en pliegues que se estremecían alegremente, y su boca
se fue ensanchando. Sus ojos se estrecharon, mientras su cabeza se asentaba
blandamente sobre los hombros.
Cuando Yin Hsi vio la
sonrisa de Lao Tse, la esperanza inundó su corazón. Pero cuando llegaban a su
mente las palabras que deseaba decir, nuevamente le envolvía el brillo de la
mirada del Viejo Compañero. Porque la sonrisa no era la sonrisa de un niño,
sino la de un guerrero, no sólo la de los cielos apacibles, sino la de los
cielos tormentosos. Cruzaba a través de los patios del superintendente y del
campo de maniobras de Chou, a través de ciudades, cuarteles y mercados, y a
través de los archivos de Chou.
Y Yin Hsi dijo súbitamente:
– Ahora lo comprendo.
El sol derramaba su luz
sobre los agrestes riscos de la montaña, y las sombras de los acantilados eran
púrpura y oro. En los valles, las sombras eran verdes, con las riquezas del
cielo y de la tierra. En la quebrada, bajo el puente, las enredaderas brotaban
de las grietas. Los árboles movían sus hojas y ramas bajo la suave brisa de la
tarde. La luz inundaba la ciudad, y los tejados y muros de las casas se
destacaban blancos y distintos, formando moldes sobre los campos que se
extendían detrás. Los campos estaban cubiertos del rico verdor de las cosechas,
y la tierra brillaba bajo el sol con más esplendor que las joyas.
Y, sin embargo, en aquel
tiempo estaban todos los tiempos. Estaban las nieblas matinales, la cálida
blancura de mediodía, la fresca fragancia del crepúsculo. Estaban el juego y
chapoteo de la lluvia, el soplar del viento, la evaporación del agua bajo el
sol. Estaban el levantarse y caer de las tierras, el fluir de los ríos, la
ascensión de las mareas. Estaban las ondulaciones, ora verdes, ora coronadas de
blanco, de las olas, inmutables en su eterno cambio. Estaban el batir de las
rompientes sobre la playa, el avance arrollador del agua, el saltar de la
espuma. Estaban la frescura de la sombra y el calor de las rocas planas bajo el
sol, el sudor de los campos, la fresca penumbra de los hogares, el bullicio de
las calles y la apacible calma de las cabañas.
Estaban también las
actividades de los hombres: sus trabajos, sus juegos y sus charlas. Estaban sus
conversaciones en las tiendas de té, sus abrazos en los lechos, las discusiones
graves de los adultos, las travesuras de los niños. Estaban los asuntos de
negocios de las ciudades, los paseos por los campos. Porque ¿qué no había allí?
Preocupaciones y charlas, trabajos y juegos, guerras y paz, hambres y abundancia....
un día y otro día, un año y otro año........
Así era el tiempo del
vigésimo día. Y así era también la sonrisa del Viejo Compañero.
Lao Tse sonreía. Se volvió
suavemente y, sin palabras, cruzó el puente con tal ligereza que ni siquiera se
movió. Y mientras sonreía, cruzó la frontera. Y las montañas se cerraron sobre
él.
Nadie sabe dónde murió.
En el segundo
capítulo Lao Tse se refiere críticamente hacia la sabiduría, pero precisamente
se refiere al conocimiento de segunda mano, que no es vivencial, sino, mera
información que suele camuflársela de sabiduría.
Hasta el último
capítulo Maurer describe (según fuentes literarias taoístas) en qué contexto
Lao Tse fue escribiendo las 81 tablitas de bambúes correspondientes a lo que
hoy en día se conoce como el Tao Te King.
La última la escribió
sobre el puente antes de partir. Yin Hsi
fue quien difundió el Tao Te King después de haber conservado el haz de
tablillas de bambúes que Lao Tse escribió.
Al final Yin Hsi
comprendió que adónde iba Lao Tse no lo podía acompañar, porque Lao Tse no se
desterraba, sino que se iba para morir en paz.
AON
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